Un
ciudadano cualquiera abrió la puerta y se encerró en su cuarto. Había sido un
día muy duro en la oficina, y su mente le susurraba desde hacía horas que
necesitaba un descanso. Dispuesto a concedérselo, se acostó sobre la cama. Su
rosada tez se volvió blanquecina. Su cuerpo, acostumbrado a pelear en duras
batallas, sucumbió en su lecho, y fue tornándose rígido a medida que los
minutos transcurrían incesablemente. Sus manos… ¡Oh! Sus manos. Frías. Más
frías. Heladas. Se enfriaban a medida que le quemaba su propio ser. Fugacidad,
pensó. Ciertamente, somos entes fugaces. Como una estrella fugaz. La ves, pides
un deseo y desaparece. Sólo perdura el deseo. Del mismo modo, cuando morimos,
sólo perdura el recuerdo en aquellos que apreciaron nuestro fugaz paso… Poco a
poco, su cuerpo continuó apoderándose de él. La sensación de ahogo era
constante. Fue fallando la respiración. Un último suspiro…
Se
despertó. Otro día, a la misma hora. Tenía cuarenta minutos antes de que diera
comienzo su velatorio. Tomó un café con leche, y se apresuró hacia su continua
defunción.