viernes, 19 de febrero de 2016

Locura



- "Y tú, ¿por qué continúas confiando en mí? - preguntó el preso, bastante contrariado. - Con todo lo que se dice de mí en el juicio, ¿por qué sigues a mi lado? Igual no soy tan bueno como tú te crees. Igual resulta que sí cometí esos crímenes."

- "Bueno, pero - contestó ella - si he confiado en ti cuando todo iba bien, también tengo que hacerlo cuando todo va mal, ¿no es así? Eso es lo que se hace. Tanto en las buenas, como en las malas, ¿recuerdas? Por otra parte, sé que no lo hiciste. Si tú dices que no has asesinado a nadie, confío en ti."

El recluso número 563 centró su mirada en ella, una mirada llena de frustración. Deseaba que le odiase. Deseaba que no le volviese a ver, que creyese que era culpable, que intentase rehacer su vida. Que no fuese allí, como cada día de visita, para ver cómo se encontraba, y qué tal había pasado la semana. Deseaba perder la esperanza, deseaba admitir que iba a morir en aquel lugar. Pero, como cada día de visita, el recluso número 563 renovaba sus ilusiones con cada sonrisa y con cada mensaje de confianza que ella le trasmitía.

Terminó la reunión, y el preso volvió a su celda. Al día siguiente, se sentó en la sala de interrogatorios, dispuesto a recibir su castigo por no haber confesado aún su crimen. La libertad se paga cara estos días. Fue atado de brazos y piernas, para que no pudiese defenderse. Comenzó el interrogatorio. El carcelero se fue, dejando su lugar al policía y al jefe de celda. Este último, un hombre grande y musculoso, comenzó a desatar su rabia acumulada golpeando al recluso. No tenía motivos, pero sí la necesidad. No tenía por qué no hacerlo. Hasta cierto punto, era divertido. En sitios así, la superioridad frente a otros presos es muy importante a la hora de ganar privilegios. Y éste podía ser considerado uno.
El recluso número 563 no sentía. Sabía que esto iba a ser sólo una parte del protocolo, así que se limitó a procurar no utilizar las pocas energías que le restaban tras hacer de peluche para el jefe de celda. Nudillos que moldeaban su cuerpo, magulladuras, sangre por la boca. Actividad interrumpida en sus vasos sanguíneos. Sangre tan oscura, que parecía que sus entrañas habían decidido escapar. Un uniforme mojado por lágrimas de dos colores. Tras unas risas, el policía desenvainó su juguete. Era una especie de palo fino y alargado, con el que acariciaba al preso. No hacía falta continuar golpeándole; podía acariciarle con tres millones de voltios. Cada cierto tiempo, parálisis. Idas de cabeza. Descargas eléctricas. Mofas por parte de sus castigadores. Pérdida de conocimiento.
Se despertó, un tiempo después, sentado en una silla, sin poder moverse. Era una silla de hierro, bastante pesada, con unas aberturas para encajar las manos y los pies, de forma que el preso tuviese que estar necesariamente en esa postura, sin poder cambiar. Y allí permaneció, esperando al día siguiente. Reflexionó sobre todo un poco. Tenía tiempo para ello. Se hizo el día. Y volvieron el policía, el jefe de celda, el peluche, los baños de sangre y lágrimas, las risas, las caricias, las descargas eléctricas, el desmayo, la silla. Y el siguiente día. Y todo lo anterior.

Después de una semana, el policía se acercó al preso, después de que éste hubiese recuperado parte de sus facultades (si es que aún le quedaba alguna), para preguntarle si esta vez había cometido algún asesinato. El recluso sin número ni vida dudó. Y fue entonces cuando se le apareció la figura de una mujer, a la que apenas recordaba, que le sonreía. Y él trató de imitar la sonrisa de aquella mujer. Después de todo, nada es tan malo cuando tienes un objetivo por el que mantener la esperanza. Y contestó:

- "No".

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© De tanto beber de tus lagunas de memoria
Maira Gall